Para llegar a Sobibór hay que atravesar un espeso bosque de álamos y pinos por un camino de tierra. En su entrevista con Laurence Rees, Toivi Thomas Blatt recuerda que Sobibór era un lugar irónicamente muy bonito.
Seguimos la vía de tren que finaliza en la rampa de descarga de los prisioneros de Sobibór. Hoy casi enterrada por la vegetación, como si el paisaje se empecinara, también, en ocultar lo sucedido. Reconocemos la secuencia en la que Lanzmann, en Shoah, entrevista al jefe de estación que vive junto a lo que fue la entrada al campo. Dos niños pasean en bicicleta. Una familia escucha música y prepara una barbacoa mientras ve caer la tarde en su jardín. Al lado, en el lugar en que se encontraban los barracones de los guardias ucranianos, hay un campo de fútbol. La vida cotidiana, la paz y el silencio del lugar, todo parece transcurrir ajeno a la historia, en una ilusoria atemporalidad.
“El proceso [de exterminio de judíos en Sobibór] en el que Toivi Blatt [superviviente e integrante de la fuga de dicho campo] participó era tan eficiente, tan bien diseñado para evitar todo tipo de trastornos, que tres mil personas podían llegar, ser despojadas de sus posesiones y prendas de vestir y, finalmente, ser asesinadas en un lapso de menos de dos horas. [Blatt:] «Cuando el trabajo hubo acabado, cuando los cuerpos fueron retirados de las cámaras de gas para ser quemados, recuerdo que pensé que era una noche hermosa, estrellada, realmente tranquila … Tres mil personas habían muerto, pero nada había pasado. Las estrellas estaban en el mismo lugar. »"
LAURENCE REES, Auschwitz, cap. 4
Recorremos el mismo camino que conducía a los recién llegados a la cámara de gas. Muchos, sobre todo lo que venían de fuera de Polonia, pensaban que habían sido enviados para trabajar en la industria pesada de guerra alemana. La belleza del paisaje contribuía a disuadirles de pensar en una muerte inminente. El 14 de marzo de 1943, un grupo de ellos, llegados desde Holanda y Francia, fue recibo por una orquesta de música. En la sala donde tenían que dejar su pertenencias y desnudarse había una mesa con postales para que, quien quisiera, pudiese escribir a sus familiares. Dos horas después, sus ropas habían sido clasificadas, su dinero contabilizado, sus joyas requisadas, las postales, quemadas, y ellos, también convertidos en cenizas.
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